martes, 11 de noviembre de 2014

McConaughey: reinventarse después de los 40


La semana pasada cumplió 45 años, una edad en la que ya se es lo bastante viejo como para creer en la bondad humana y aún joven para pensar que nuestra especie no tiene solución. Después de Johnny Weissmüller, el eterno Tarzán, él es quien más y mejor ha mostrado el torso desnudo. Pero me temo que eso se acabó. Finito. Borrón e imagen nueva.

Nacido en la profunda Texas, tierra de petróleo y cowboys, Matthew McConaughey ―es difícil escribir ese apellido sin preguntarse cuántas letras te has comido o has puesto de más― se levantó una mañana o una noche y se juró que los únicos estriptis que iba a hacer a partir de ese momento serían los interpretativos. Miles de mujeres y hombres han perdido desde entonces una estampa hipnótica, de Hércules posmoderno o adonis de alta pasarela, mas el cine ha ganado un purasangre; uno de esos actores que engrandecen la profesión que mejor miente y más convence, y sin la cual la existencia sería igual de triste que una tarde de domingo perpetua.

Cuando se dio a conocer, primeros noventa, se habló de él como del sucesor natural de Paul Newman, pero su currículo no parecía dispuesto a sostener tamaña comparación. Las comedias románticas más ramplonas y los bodrios melodramáticos eran su hábitat; el terreno en el que con mayor soltura se manejaba. Hacía caja, copaba portadas emblemáticas y encima le quedaba tiempo para la práctica del surf (más torso desnudo). Una vida de ensueño. Sin embargo, no había actor por ningún lado.

Algo debió de suceder. No sé, quizá un espíritu lo visitó, a la manera del de Cuento de Navidad, de Dickens, y le dijo: «Eh, Matt, ¿qué coño estás haciendo con tu vida, chico? Te fue otorgado el don del talento y mírate, das pena. Eres un bufón musculado, un intérprete de chichinabo, un conformista. Despierta, joder. La Gloria te espera. Si tú quieres, puedes».

Y entonces obró el milagro. La maquinaria de la resurrección artística se puso a funcionar y las películas de verdad se sucedieron una detrás de otra, mostrando al Actor que habitaba en él: The Lincoln Lawyer, Killer Joe, Mud, Magic Mike, The Paperboy… Y contra todo pronóstico, una serie de televisión, True Detective, ahora que las series de televisión han ocupado el lugar que hasta hace nada era coto vedado del cine, lo transformó para siempre.

Luego llegó el Oscar por su papel de un vaquero de rodeo, mujeriego, drogadicto y homófobo, que contrae el sida en Dallas Buyers Club, una película anti-Hollywood, dura como el pedernal. Y de ahí voló directo a la cima, al Olimpo del séptimo arte.

Se acaba de estrenar Interstellar, del propenso a la metafísica y a ratos genial Christopher Nolan, una de esas raras superproducciones de ciencia ficción en las que el entretenimiento y la filosofía se acoplan sin que el espectador levante una ceja, y en donde McConaughey vuelve a ser el gran reclamo. El piloto encargado de transportarnos a ese planeta llamado Cine, con rotunda mayúscula.

Sin miedo a enflaquecer o afearse si el papel así lo requiere, con más pelo del que tenía hace no tanto y una mirada distinta, de lobo con hambre de semanas, MC nos ha dado una hermosa y admirable lección: nunca es tarde si deseas algo con toda tu alma. Y ahora sí. Ahora aquello de «el nuevo Paul Newman» tiene todo el sentido.

El día en que la vejez se haga presa de él y su momento pase ―«Tempus fugit», ya saben―, siempre podrá decir aquello que Steve McQueen exhaló justo antes de tirar la toalla devorado por el cáncer: «Lo hice».

Sí, Matthew. Innegablemente.








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