domingo, 14 de diciembre de 2014

Sublimes sin interrupción


Vivimos en un país único, superpoblado de individuos eficacísimos, infalibles, perfectos. Individuos que, por supuesto, jamás han tenido una mala tarde y que, por esa razón, no les consienten el más mínimo tropiezo a sus semejantes. Hablo de personas con un concepto muy elevado de sus capacidades y a las que podríamos agrupar bajo el inmortal hallazgo de Baudelaire: «sublimes sin interrupción». Y espero que el poeta simbolista no se revuelva en su tumba por haberme permitido la licencia de utilizar su eslogan, que él consideraba una obligada aspiración artística y estética, para referirme a quienes nunca yerran el blanco, o eso creen.

La cosa es que Sabina actuó ayer en Madrid con el aforo hasta los topes y, tras un comienzo dicen que glorioso ―no estaba allí, aunque lo he visto defender su cancionero un millón de veces y sé lo grande que puede llegar a ser cuando sale al escenario con hambre de humanidad―, tuvo una pájara anímica y terminó dándole la noche al personal, pero sobre todo a sí mismo. «He tenido un Pastora Soler», se disculpó sabinianamente, en alusión a los ataques de miedo escénico que la cantante sevillana ha sufrido en los últimos meses y que le han obligado a postergar de forma indefinida el cara a cara con sus seguidores.

Joaquín, que llevaba cinco años sin dar el cante en la capital, hizo mutis a los 40 minutos de iniciarse el concierto para que su fiel Pancho Varona y el guitarrista Jaime Asúa (exAlarma!!!) interpretaran dos temas, algo nada infrecuente. Sin embargo, cuando volvió era otro. Su rostro, cuentan los periódicos, reflejaba esa catástrofe interior. Al final, hubo de renunciar a los sagrados bises y se despidió entre lágrimas. Es lógico pensar que devorado por la impotencia que suponía no poder dar la talla ante el público de la ciudad que más ama y más teme, y en la que reside. Distintos diarios recogen hoy que algunos de los asistentes gritaron «¡tongo, tongo!» sin la menor clemencia, mientras que otros se mostraron en cambio comprensivos con él.

Me viene a la cabeza una actuación de JS en Las Ventas, en 1990, dentro de la gira de Mentiras piadosas. Un periodista muy respetado, y ya fallecido, escribió para El País una crítica que tituló «Mal trago», y en la que relataba una noche bastante análoga a la de ayer: un buen comienzo y después, a medida que el recital avanzaba, un inesperado gatillazo de Sabina, de quien decía que cantó muy mal, que le falló en todo momento la voz, y que si consiguió salvar los muebles fue gracias al empuje de la enfebrecida multitud. Al igual que anoche, abandonó el escenario unos minutos para que Varona y Asúa acometieran dos canciones, y aunque sí hubo bises y rebises, el crítico no perdonó. Concluido el concierto, el sobresaliente letrista reconocía que cantar en Madrid era sinónimo de «temblequeo de piernas». Años más tarde me confesó para Perdonen la tristeza que estuvo a punto de retirarse tras leer esa crítica. Una boutade de la que se podía extraer, no obstante, una valiosa enseñanza: por mucho que el éxito te acompañe, hay juicios adversos que siguen provocando un profundo dolor. Más, si cabe, que en los días anteriores a la fama, ya que a partir de ahí estás permanentemente en el punto de mira y todo se amplifica.

Recuerdo del mismo modo la única vez de Manolo Tena en Las Ventas, en 1993, cuando el disco Sangre española logró auparle a la cima, el lugar de donde jamás debió apearse. Presa de los nervios y de la fuerte impresión, nunca antes vivida, en distintos tramos del concierto tuvo que dejar de cantar: los accesos de llanto actuaban en él como ingobernables descargas eléctricas que lo sacudían y le imposibilitaban continuar. El periodista ya citado escribió para el diario ya citado ―¿mera casualidad?― que «en su intento de acercarse se alejó, porque perdió emoción cuando es un cantante emocionado», dando a entender que un profesional sólo puede llorar para adentro. Una aseveración discutible, pues en el caso de las grandes folclóricas de todos los tiempos, por poner un ejemplo pertinente, es papel mojado. Estuve allí aquella noche y disfruté intensamente con el entrante, unos vigorosos Los Rodríguez capitaneados por Calamaro, y aún más con el artista madrileño, creador de un rock contagioso y muy escrito, atípico, propio del poeta que siempre fue (Joaquín andaba con la coña de que le iba a cambiar «Calle Melancolía», canción que Tena ama, por el verso «tu amor tan electrodoméstico», que a él le habría gustado firmar). Y cuando Manolo sufrió esas cogidas por parte de su desbocado/desbordado corazón, me conmoví con él y creí ver en aquello un gesto de grandeza, de pura espontaneidad. Un rasgo este último inencontrable entre los artistas consagrados, cuyos pasos son guiados por la impostura. Pero claro, yo debo de ser un marciano. Puesto que lo normal hubiera sido que esa muestra de debilidad me resultase intolerable.   

Entrada del concierto que Manolo Tena y Los Rodríguez ofrecieron en Las Ventas (7 de septiembre de 1993).

Volviendo al presente, el incidente de Sabina ha armado el previsible guirigay en las redes sociales: el aluvión de mensajes a favor y en contra es imparable, y como era de esperar no faltan alusiones al ictus cerebral (el marichalazo) que sufrió en 2001 y a la posterior depresión (la nube negra), dos hechos que no guardan relación alguna con lo sucedido. En Twitter, el locutor de radio Tony Aguilar y la cantante Mónica Naranjo le han afeado la mención a Pastora Soler. El primero ha afirmado que «bromear, sobre las tablas, acerca de una compañera enferma no es propio de alguien de su grandeza artística», mientras que la Naranjo, que suele decir lo que piensa, no ha defraudado y ha sido más feroz: «Te has pasado de la raya», ha tuiteado en un alarde de doble sentido. Quien conoce a Joaquín no duda ni un segundo que se trató de una simple broma, de una sabinada más, pero las reacciones de los otros no hay manera de calibrarlas. En cuanto a los diarios digitales, los comentarios se dividen de igual forma entre quienes le declaran amor eterno, le envían toneladas de ánimo y le desean una pronta recuperación, y quienes aprovechan la coyuntura para hacer leña del árbol caído. Nada nuevo bajo el sol.

Los españolitos, ya se sabe, somos verdaderos expertos en enmendar la plana, en corregir al de enfrente, en criticar con fiereza al que resbala o falla o no consigue lo que nosotros conseguiríamos con la gorra de estar en su pellejo: marcar ese gol, anotar esa canasta, ganar ese partido o esa carrera, hablar en público sin equivocarse, cantar sin desafinar y dándolo todo, rematar la faena, en fin, «como mandan los cánones». Y ahí dan igual las muchas medallas que se ostenten y los logros pretéritos, ya que nadie se salvará del juicio despiadado de los que siempre ―siempre, siempre, siempre― dan, o dicen dar, en el centro mismo de la diana y exigen idéntica eficacia.

No estuve anoche en el recinto antes llamado Palacio de los Deportes, pero no me cuesta nada imaginar la insalvable borrasca y el hondo terror que embargaron a Joaquín. Mi corazón, mi comprensión, mi solidaridad y mi respeto están con él ahora. Enteramente.

Y en las próximas citas ―Madrid, 16 de diciembre; Barcelona, 22 y 23 del mismo mes― que sea lo que Dios o Satán quieran. Su mánager, José Emilio Navarro, alias Berry, ha asegurado que por el momento todo se mantiene según lo previsto, es decir, que habrá concierto el martes, y que su representado está descansando y se encuentra bien.

Suceda lo que suceda, nada podrá invalidar sus canciones como torres, los estupefacientes conciertos que nos ha brindado en estas tres últimas décadas, y que tan felices nos han hecho, ni la bendición inigualable de su personalidad. Un legado artístico y vital que ningún otro de sus colegas españoles atesora.

Y las hienas, los buitres y demás especies carroñeras, a mamarla.     


   



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