jueves, 5 de marzo de 2015

La justicia de los que portan el fuego


La lucha entre el bien y el mal es la sustancia de la que se nutren las obras de intriga policíaca desde la creación misma del género. Recalcarlo no es incurrir en ninguna obviedad, ya que en los últimos tiempos el continente ha devorado sin piedad al contenido y lo esencial queda sepultado bajo un alud de imágenes sublimadas: polis con aspecto de modelos a los que no hay forma de matar, bellezas esculpidas con bisturí, mafiosos que parecen salidos del catálogo de un diseñador de alta costura y víctimas tan estropeadas que cuesta fijar la vista en ellas.

En True Detective, relato escrito para la televisión por el eficacísimo Nic Pizzolatto y elevado a categoría de obra maestra gracias a las interpretaciones de sus dos protagonistas, Matthew McConaughey y Woody Harrelson, la pugna entre el Bien y el Mal, con rotundas mayúsculas, es un huracán que lo sacude todo, hasta la última de sus secuencias. Eso significa dos cosas: que se aleja de las fórmulas contemporáneas y retorna al clasicismo, aunque con elementos novedosos, y que el meollo de la trama no concede una tregua ni aun en los falsos anticlímax, tensos como los músculos de un boxeador en liza. 

Si hace no demasiado nos hubieran dicho que la caja tonta emitiría la ficción más inteligente, igualando en muchos casos al mejor cine, no lo habríamos creído. En la actualidad, guionistas de gran talento y actores superdotados han visto en ese medio el lugar idóneo para desplegar su arte, y True Detective es el perfecto ejemplo de ello.

La historia se desarrolla en el estado de Luisiana a lo largo de dos décadas y se centra en la investigación, a cargo de los detectives Rustin Rust Cohle (McConaughey) y Martin Hart (Harrelson), de una serie de crímenes sexuales perpetrados por un psicópata con delirios artísticos, y a los que no les falta un solo ingrediente truculento: brujería, sadismo, paidofilia y conexiones con las más altas esferas. Sin embargo, la violencia de True Detective, salvo algún momento puntual ―una escena de pura acción policíaca hacia el ecuador de la serie―, es más psicológica que explícita, y el efecto que causa en el espectador es mil veces mayor.

Rust y Martin son dos policías extraordinarios, es decir, distintos. A diferencia del resto de sus colegas, resolver un asesinato no es para ellos algo que haya que hacer porque para eso se les paga sino que se trata de una misión superior: intentar que el Mal, por más batallas que gane, pierda la guerra.

Cuando tu tarea es tan ambiciosa como irrealizable, tu vida personal difícilmente puede ser un paraíso. La de Martin, un padre de familia católico y conservador, es un soberbio desastre de sexo extramatrimonial y hectolitros de alcohol. En cuanto a la de Rust… En fin. Nos encontramos ante un tipo cuya existencia carece del menor atributo convencional, un inadaptado de libro. 


Woody Harrelson (en primer término) y Matthew McConaughey, protagonistas de True Detective.

Cohle es un solitario que habita un apartamento con apenas un colchón y montones de dosieres. La razón de semejante abandono obedece a una cadena de debacles: tras la muerte por atropello de su hija pequeña ―suceso que entendemos lo marcó de por vida― y la consiguiente separación de la madre de la niña, cambia el departamento de robos por el de narcóticos y acaba asesinando a un yonqui por inyectarle metanfetamina a su hija. Expedientado y demonizado, le garantizan que recuperará su antiguo estatus si acepta infiltrarse en una banda criminal y él dice sí: allí pasará nada menos que cuatro años, hasta que extermina a tres de sus miembros. Después de una estancia de varios meses en un hospital psiquiátrico, solicita el traslado a homicidios. Es un hombre, en suma, con una biografía cargada de experiencias al límite, que no tiene nada más que lo puesto y, por ese motivo, nada que perder. Apodado El Recaudador porque jamás se separa de una libreta de contable en la que registra el trabajo de campo ―detalles de los crímenes con fotografías y dibujos que va tomando sobre el terreno―, su mayor peculiaridad es el modo filosófico en que se expresa, con un discurso henchido de un pesimismo que hiela la sangre.

Y es ahí donde reside la novedad de la serie, su aportación al género: en el tono existencialista, metafísico, trascendente que ese personaje le imprime a la narración. Su nihilismo choca de manera drástica con la mentalidad gazmoña de la América profunda, e incomoda sobremanera a Martin. Pero, al mismo tiempo, este encuentra en ello el motor para sacar de sí al investigador cuyos ideales de justicia coinciden más de lo que le gustaría con los de su compañero, que nunca fue su amigo y acaba siendo su hermano.

Aunque el trabajo de Woody Harrelson resulta encomiable, fino, propio de un grande, el peso de la historia recae en un McConaughey monumental. La belleza que irradia su personaje trasciende su persona: es la belleza de un ángel vengador; de un redentor de la especie en la que no encaja y que parece despreciar pero que, en el fondo, ama por encima de todo. Hasta el punto de estar dispuesto a inmolarse por ella. Al hacer suyo un papel al que otros actores igual de avezados quizá no habrían logrado sacarle tanto partido por falta de determinación o empatía, el intérprete tejano ha creado un icono intemporal que habrá de ser revisitado, por fuerza, por quienes en un futuro tengan que dar vida a un policía capaz de cualquier cosa con tal de preservar el Bien. A un detective puro, verdadero.

Hay infinidad de obras de escritores de noir en las que el bien y el mal son los protagonistas absolutos. Entre las más solventes, pienso en autores como el irlandés John Connolly o el escocés Philip Kerr. Mas donde esa dicotomía se respira en grado sumo es en las novelas del estadounidense Cormac McCarthy, un maestro a la hora de interpretar los entresijos del alma humana y mostrar cuán despiadados podemos llegar a ser.

McCarthy escribió The Road (La carretera) tras sobrevenirle una fantasía terrible. Estaba acompañado de su hijo ―un niño― en un motel de carretera y al asomarse a la ventana sus ojos se enfrentaron a una autopista desierta. Imaginó por un momento que el planeta había sufrido algún tipo de catástrofe apocalíptica y que tendría que proteger a su vástago de los peligros que acechaban en un nuevo mundo sin esperanza de futuro, y en el que primaba la ley del más fuerte. En esa novela, el padre le dice al hijo que los buenos son «los que llevan el fuego» y que es a esos a los que deben encontrar para estar a salvo.

Rust y Martin habrían estado de acuerdo con él. Ellos, tan conflictivos, belicosos e insociables, tan deshechos, son dos seres de una bondad químicamente pura. Dos hombres enteros que demuestran en cambio su manifiesta incapacidad para aparcar, como sí hacen el resto de los policías con quienes trabajan, las tragedias que se les presentan a diario y llevar una vida normal, familiar, carente de mortificaciones y excesos.

Su cometido es portar el fuego, al precio que sea. Aunque para ello tengan que arrasar con ese mismo fuego cuanto se les ponga por delante, incluida su propia felicidad.

Aquellos que se adentren en True Detective y lleguen hasta el final del camino, tendrán la certeza de haber asistido a un espectáculo artístico de primera. Y eso, piénsenlo bien, es algo que no tiene precio.



No hay comentarios:

Publicar un comentario