sábado, 25 de marzo de 2017

El rock de los ‘desconsolados’ toma el Palacio

Rulo, en un un momento de su actuación en el antiguo Palacio de los Deportes de la Comunidad de Madrid con motivo de la gira El doble de tu mitad.

Rulo y su Contrabanda ofrecen un concierto sin apenas anticlímax en el WiZink Center, ante 5.000 entregados asistentes

Hace ya tiempo que Rulo alcanzó un estatus que provoca en los indies, esa estirpe que recela del éxito, un indisimulado rictus de desconfianza. Sin ser aún un galáctico, el músico cántabro, cada vez más integrado en la vida madrileña, se mueve en una zona musical envidiable. Una zona que le permite vivir bien de su trabajo y que la calle no sea todavía una jungla hostil, sino un lugar en el que sentirse querido sin dejar de ser libre.

En los últimos cuatro días ha dado tres conciertos en la capital muy distintos entre sí. Actuó en Siroco él solo, ayudado de piano y guitarra, para 150 personas; en Galileo, con un cuarteto acústico, para 500, y anoche en el antiguo Palacio de los Deportes para 5.000 fans que se sabían todas las letras como si las hubieran escrito ellos. 

El concierto arrancó con «Tu alambre» y «Me gusta», dos enérgicos temas de El doble de tu mitad, su último disco. Y a partir de ahí alternó canciones de ese trabajo con éxitos de discos anteriores, hasta sumar un total de 23 en algo más de dos horas que pasaron a la velocidad de la luz.

Un corazón de neón (como aquel «Corazón de neón» de Sabina) de considerables proporciones presidía el escenario, en lo que ha de entenderse como un guiño visual y poético que nada tiene de gratuito. Puesto que es el corazón humano, con sus remiendos y costurones, la moneda musical de Rulo, su principal obsesión como artista.

Rulo canta su contagiosa tristeza/melancolía en un permanente estado de jovialidad. Relata sus letras de corazones emboscados mientras se mueve como Bruce Springsteen. Todo un ejemplo de hiperactividad escénica que lo mismo reparte rosas (las lanza con pasión, igual que si fueran piedras o cuchillos de gratitud) que invita a cantar a sus fans.

Uno de ellos, venido de Ourense, interpretó con él, provisto de guitarra acústica y armónica, «Divididos», y Carlos Raya, productor de su último disco, irrumpió poco después en el escenario para atacar «La flor 2» y, sin solución de continuidad, «La flor», en uno de los momentos más rock del concierto.

Las numerosas parejas lo cantaban y bailaban todo mirándose a la cara, y se hacían selfies con el ídolo de fondo. Cómplices en el juego de la música, rulaban. O, mejor dicho, Rocanruleaban.

Mientras observaba de qué modo ese músico consigue hipnotizar al público, pensé que el mundo artístico no deja de ser un reflejo de la vida. Hay personas que se niegan a saltar y permanecen siempre en el mismo sitio. Otras que saltan sin tomar carrerilla y sin demasiadas ganas, y es por ello que apenas avanzan. Las hay que sí que la toman pero que, en mitad del salto, desfallecen y caen al suelo como pájaros abatidos. Y luego ya están quienes toman carrerilla, saltan y, en pleno vuelo, estiran cuanto pueden el cuerpo para llegar lo más lejos posible. Desde que Rulo inició su andadura en solitario, hace siete años, aún no ha bajado a tierra.

Para el comienzo del último tramo del concierto, unos generosísimos bises, Rulo se sentó al piano, como un Elton John con melena, y se marcó una versión de «Noviembre» que hizo que la gente se lo quisiera comer igual que si hubiese sido rociado de la cabeza a los pies por el protagonista de El perfume. Las guitarras furiosas vinieron pocos después y volvieron a llenar de adrenalina la atmósfera.

Por fin, una orquesta mariachi interpretó «El vals del adiós» ante la mirada divertida y ya relajada (el deber estaba cumplido) de Rulo y sus músicos: Cuti (teclados), Quique (bajo), Txarly (batería), Pati (guitarra) y Fito (guitarra), quienes antes habían sido presentados por el jefe como si aquel ritual se tratase de una canción más.

Ojalá que no me equivoque y Rulo siga ascendiendo peldaños. Ojalá que él no decida echar el freno.

Y que la tristeza continúe haciéndonos sonreír. Y saltar.





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